Retorna a Calabria/Cultura

Retorna a "A partir..."

parte II

Cuando se huye...

Por Irene B.María

Cuando se huye de la sordidez, se la encuentra en todas partes. Feroz espejo aquél que no retorna la imagen que esperamos. Cuando mengua el camino de nuestro recorrido buscamos desesperadamente dar una vuelta por el origen y allí, si es que lo logramos, apenas acariciamos una nada... Nuevamente un dios cruel nos induce a seguir buscando. Que nadie se crea con derecho a objetar este camino, que no es sino un solo camino: un camino singular. ¿Tiene el arte un lenguaje universal? No lo creo. Lo que es universal es el dolor de existir y el artista en particular, tiene un modo de decir este dolor que le es propio, que se traduce en un acto de creación. Pero este acto no es interpretable, lo que se dice de él, no es lo mismo que lo que dice el autor. El artista en su acto, cede una parte de sí, recrea en cada obra ese desgarrón inaugural que lo constituye, misterio eterno para sí mismo e impulso de su ser imposible. ¿En dónde habita ese dolor? El artista intentará dar forma a su grito, éste lo excederá, irá más allá de su cuerpo, y del cuerpo de la humanidad, atravesará los siglos, quedará resonando hacia el infinito, siempre hacia el límite... que no tocará jamás. ¿En dónde habita ese dolor? El artista buscará un espacio posible. Hará de su diferencia una escritura, retornará en su obra ese cuerpo perdido que nunca será suyo, pero al fin perdurará como un grito eterno. ¿En dónde habita ese dolor? Y cada uno dirá... lo de cada uno, y no dirá nada... pero misteriosamente el artista perdurará en eso que los otros llaman arte, por darle un nombre a su dolor...

Entrevista con Antonio Pujía

Con el maestro Antonio Pujía, quizá el mayor escultor argentino viviente (sí lo es en nuestro corazón) no pasó, dios sea loado, el mismo crimen de olvido que con Vicente Scaramuzza. No solamente ha recibido en vida, incluso todavía de joven, un reconocimiento de parte de la República Italiana, sino que sus propios compaesanos hasta han sabido encargarle algún trabajo. En la Argentina, la Municipalidad de Buenos Aires, no hace mucho, lo ha nombrado Ciudadano Ilustre. Pero los autores de este texto no tenemos dudas de que una mayoría de los calabreses en la Argentina, y de los calabreses en Calabria, ignoran que Pujía es una de sus actuales glorias artísticas. ¿Por qué?

Pujía ha ganado virtualmente todos los premios a la escultura que pueden ser ganados en la Argentina, y su renombre internacional no necesita ser encarecido por nosotros. Es un artista en el Olimpo, como debe ser, y de verdad le agradecemos que haya prestado su tiempo, siempre escaso, a este libro en beneficio del nombre de Calabria, su tierra de nacimiento.

Durante el invierno de este año, 1993, el maestro Antonio Pujía nos recibió varias veces en su estudio del centro de Buenos Aires, y una vez también en su taller de Flores, cerca de donde está emplazada su Columna de la Vida, que él donó a la ciudad que ama. La conversación que sigue, nos holgamos de ello, representa un testimonio literario único de una fusión compleja y admirable entre el origen calabrés y el crecimiento argentino. Muestra también la frágil naturaleza del nacimiento de un artista. No nos va en este resultado otro mérito que el de haber registrado las palabras que siguen:

 Antonio Pujía: Qué fuertes son los ancestros, ¿No?

Irene María: Creo que nos marcan para siempre.

Es cierto. Yo vine de chico, y siempre tengo in mente, siempre con emoción, mis recuerdos infantiles. He vuelto también muchas veces a Calabria. No hay vez, al estar allí, que no sienta profundas emociones. Y luego, lo que me traigo, que aparece de una manera casi constante, no digo diaria, porque sería exagerado de mi parte, pero sí a muy a menudo.

¿Usted se reconoce en un calabrés de hoy?

 No le entiendo bien.

Me preguntaba si usted está cerca espiritualmente de lo que es un calabrés de hoy día.

 No me he dado un tiempo como para analizar. Cuando voy allí, a Calabria, estoy unos días, quizás unas semanas en mi pueblo: Polia.

¿Vuelve siempre a su pueblo?

 Sí. Casi invariablemente en cada viaje. Me encuentro todavía con algunos, muy pocos, coetáneos. Uno de ellos es maestro de escuela. No se movió de Polia. Siente una fuerte raigambre. En cambio, muchos otros, la mayoría, hemos emigrado, como bien se sabe. De muchos perdí el rastro, y hasta no recuerdo algún nombre. Hace un tiempo, el año pasado, creo que fue en octubre cuando estaba allí, de pronto me volvió un nombre que se me había perdido. Surgió no sé cómo, quizá por alguna asociación, y así le pregunté a mi prima por un tal Giulio Melle: ¿Qué se hizo de Giulio Melle? Ya había muerto, y en esa ocasión ella, empezó a recitarme algunos otros nombres —mi prima es un poco más chica que yo, y se quedó allí mucho más tiempo, aunque luego emigró también, a Milano—: Alguno está en Estados Unidos, otro en Brasil, bueno, lo cierto es que ya no nos conocemos más. Hemos perdido la relación, el contacto.

En realidad, viniendo de chico, uno no tuvo tampoco la ocupación de escribirse, y así se extinguieron tantas cosas. Pero con Pasqualino Malta, cada vez que voy a Polia son grandes fiestas, y por ahí aparece algún nombre, algún otro que él recuerda más que yo. Pasqualino Malta es coetáneo mío, de la escuela de ahí, del pueblo.

 Nos gustaría que nos contara su vida.

 ¿Ustedes conocían algo de mi trabajo?

 Conocíamos algo, pero quizás no lo suficiente como para poder fundar un comentario, de modo que le pedimos que nos tenga paciencia.

 No se preocupen por eso. Según me dice mucha gente, sigo conservando la humildad que nació conmigo, y que he traído de mi pueblo. Generalmente, los de allí son lugares humildes. En Calabria está la parte menos desarrollada de Italia, aunque en realidad es así casi todo el sur: Sicilia también. De modo que no se preocupen; antes que nada yo miro al ser humano, y como seres humanos me impresionaron bien, por este cultivo de las raíces, por ese amor a lo que hemos vivido en otras vidas, las de nuestros antepasados, y me emociona y enternece cuando la gente recuerda bien a sus padres, a sus abuelos, a los de más allá, que nosotros a veces perdemos memoria de ellos. Porque tampoco hemos tenido el legado, ¿no? Yo, hablando con una de mis abuelas, la que más traté, mi abuela materna, alcancé a escuchar algunas cosas, que también se le perdían. y pienso que para complacerme fantaseaba ciertas anécdotas, lo cual uno también sabe que es otra realidad, porque la que se perdió en el tiempo, se perdió, y lo que está en la memoria nuestra puede ser también tamizada.

 ¿Cómo fue que vino a este país?

 Resulta que mi padre había emigrado a la Argentina, luego de haber hecho alguna tentativa en Roma para conseguir trabajar. Porque eran épocas de fuerte crisis económica, de problemas socio-políticos. Y aunque mi padre no se haya interesado demasiado, nunca, en eso, yo pienso que había alguna idea como de libertad, de su parte, igual que en otros muchos inmigrantes. Es un tema que no hemos tocado demasiado. Quizá porque una vez venido aquí, no se interesó tampoco en eso.

Hasta donde yo conozco, los Pujía venimos de molineros, de los tiempos en que se molía con la fuerza del agua. Tanto mis abuelos paternos como mis abuelos maternos, que eran de fracciones distintas, de ese pueblo, Polia, que se divide en cuatro fracciones distintas, vecinas, prácticamente conectadas, pero fracciones al fin. Yo no entendí mucho nunca esto de la fracción, porque es un pueblo que está absolutamente e íntimamente interconectado. La cuestión es que mis abuelos maternos tenían un molino, y mis abuelos paternos también. Seguramente el conocimiento se dio por allí, por una afinidad laboral. Por otra parte, no son pueblos muy grandes estos de Calabria, puesto que la mayoría están en las montañas. Entonces sus habitantes se conocen fácilmente entre sí.

Después, con el tiempo, mis abuelos maternos cambiaron un poco. Tenían unas tierras en la parte más baja, yendo hacia el mar, y se hicieron contadinos, ¿cómo se dice en castellano?: labradores. Pero mi abuelo paterno siguió con el molino hasta el final de su vida. Mi padre, en el año 27, antes de que yo naciera, hizo una incursión aquí, a Buenos Aires. Nunca supe bien la razón por la cual volvió; seguramente porque extrañaría, y porque ya había... Bueno, dos hermanas mías, una de las cuales murió de chica, ya estaban nacidas. Pienso que fue eso que lo llevó a volver a Calabria. Pero en el 29, al poco tiempo de que yo hubiera nacido, —yo nací a mediados del 29, en junio— emigró de nuevo. De este segundo viaje sí tengo más informes: que no tenía suficiente dinero para pagar su pasaje, y mantenerse aquí hasta conseguir trabajo. Pidió prestado a un paisano nuestro, que estaba justo enfrente de mi casa. Un señor de nombre Lorenzo, que era herrero de profesión, pero había ido en su juventud a la América Buona; la América Buona era la América del Norte, y sigue siéndolo. Al menos para ellos, ¿no?

Lorenzo había hecho en América un cierto dinero con el cual, bien invertido, vivía sin apremios. Como herrero ejercía poco. Lo traigo a mi vida por el modo que influyó en mí entonces. Yo tenía la imagen paterna a través de mi mamá, a través de las cartas, de las fotos que mandaba, y del dinerito que nos proporcionaba para vivir más o menos dignamente, siempre con cierta pobreza, pero dignamente. Ahora bien, este hombre, Lorenzo, vivía justo enfrente de casa. Eran un matrimonio sin hijos, de manera que como yo necesitaba también una imagen paterna, y la proyecté bien en él, Lorenzo evidentemente hizo lo propio conmigo. Así es que conservo unos recuerdos extraordinarios, magníficos. Era un hombre muy afectuoso, que me llevaba a muchos lugares. Por ejemplo, a Pizzo, y me contaba, a medida que hacíamos el camino, cómo se llamaba cada lugar.

Allí en Calabria, ustedes saben, son más o menos frecuentes los terremotos, o simplemente los temblores. Cierta vez, Lorenzo estaba cuidando su huertita, casi en la valle, que daba a los fondos de nuestra casita. Había hiedras a montones, y él hacía un dulce de hiedras, una jalea. El asunto era meterlo en un gran paño y exprimir eso. Pero no sé más cómo seguía su receta. Recuerdo que me puso a tener la bolsa, mientras salía a hacer algo. Cuando vi, mejor dicho sentí, un temblor de tierra, que a mí no me asustó, porque seguramente era mi primer registro de esto. En ese mismo instante, Lorenzo entró de nuevo en la casa, corriendo como una tromba, me tomó en vilo y me saca afuera con una velocidad para mí espantosa. No supe qué es lo que pasó. Vi que todo el mundo estaba en la calle: terremoto! terremoto! Empezaba todo el mundo a gritar esto, y entonces ya ahí se me vino mi susto. Mi mamá, que salió también de casa, que me empezaron a explicar qué era esto. No pasó nada, no se cayó ninguna casa esta vuelta, pero este hombre, de haber sido un terremoto en serio, se estaba jugando la vida, ¿no? Junto con la mía. Si hubiera sido una persona que no me tenía el amor que me tenía hubiera dudado de entrar, mo se hubiera quedado. De manera que esos recuerdos de Lorenzo son muy importantes para mí.

 Lorenzo era su nombre de pila, ¿y el apellido?

 Lorenzo Molé, un nombre frecuente en el pueblo, como hay muchos Pujía, que se pronuncia como una i muda

 Irene María: Teníamos duda sobre la pronunciación correcta, porque nos dábamos cuentas de que Pujía es una castellanización.

 Jorge Abásolo: En el libro de Petriella figura entre paréntesis Pujía con g.

 Está mal.

 Pensé que con g era lo correcto

 No. Es con jota.

¿Cómo es que la jota aparece en un apellido calabrés?

Seguramente, y ustedes saben que sobre todo en la parte sur de Europa ha habido un intercambio muy grande, y los españoles estuvieron bastante en el sur de Italia, de modo que no es tan raro. Hay gente que piensa que es un apellido de origen catalán. Pero nunca pude averiguar bien su significado; de donde venía. Hay esas conjeturas, pero nada más. En cambio, mi apellido materno, Vallone, es típicamente italiano. Incluso hay un actor, Raf Vallone, del que se dice que es pariente nuestro. Pero vaya a saberse. Quizá alguno lo sembró como una posibilidad y quedó ahí, como un mito. Pero del Pujia hay cierta abundancia, sobre todo en la provincia de Catanzaro. Encontré en la Argentina solamente otro Pujía, un doctor que también es psicoanalista, que vive en Córdoba.

¿También es calabrés?

 Sí, Víctor se llama. Como se llamaba mi padre, y como se llama uno de mis hermanos, y como se llama uno de mis hijos. El Víctor es un nombre muy frecuente en Calabria.

Otra presencia importante para mí fue la maestra, que todavía vive. La vez pasada la vi. Ahora por supuesto no recuerda bien. Mi padre era nacido en el novecientos, y esta maestra debe de ser de por ahí. Tiene noventa y pico de años, así que todavía puede vivir algunos más.

También recuerdo bien a mi abuela materna. A ella la trajimos aquí porque había quedado viuda.

Después de la guerra, por los años cincuenta, la trajimos a la Argentina. Aunque, pobrecita, sufrió bastante. Ni mi madre ni yo, que ya era un jovencito, nos dimos cuenta de que a esa edad, desarraigarla no era conveniente. No obstante fue longeva. Pero sufría. Se veía con paisanos, y no le bastaba...

De aquella niñez en Calabria, me acuerdo de mis compañeros de escuela, de mis primos segundos, porque mis primos carnales ya había emigrado a Milán. Filomena y los otros cuatro primos míos eran hijos de hermanos de mi mamá, que ya habían emigrado a Milán. De manera que yo tengo un vago recuerdo de ellos de cuando era un chiquito. Me acuerdo bien del día que partieron. Muchos años después nos reencontramos, en el año sesenta, en Milán. Nos escribimos, y cada vez que voy, festejamos juntos con mis primos.

Recuerdo también el paisaje, mis primeras incursiones en la manifestación artística, que todo chico tiene, todo ser humano tiene. Quizá en unos más y en otros menos.

Mis primeros pasos en el arte nacieron precisamente en Polia, nacieron junto con la escritura, o antes. Tenía no digo cierta facilidad, porque facilidad no me reconozco aun hoy, pero sí un intenso amor por esta forma de comunicarse, que es el dibujo, la forma... Don Lorenzo Mole guardó por muchos años mis dibujitos de chico, y mis pupazzi, que eran de una arcilla de la zona. Porque esas pequeñas esculturas también constituían uno de los juegos de todos los chicos. Mire qué cosa interesante: fabricábamos nuestros juguetes, es decir, no era que nosotros los inventáramos, sino que cumplíamos con una costumbre ancestral. Sabíamos en dónde conseguir una tierra adecuada, que era una arcilla rojiza, y con ella hacíamos i pupazzi, los muñecos. Cuando llegaba la época de Navidad, hacíamos pesebres; cuando llegaba Semana Santa, hacíamos al Cristo muerto, a la Virgen a la cruz, y si no, hacíamos también la banda de música, que era otro de nuestros acontecimientos.

En esa época, la única radio la tenía la maestra, que estaba casada con el farmacéutico. Una gran atracción para nosotros era que, de vez en cuando, nos pusieran la radio.

Creo que una, o dos veces, habré visto alguna función de cinematografía, en la placita que está justo frente a la iglesia. Es una plaza pequeñísima, como una habitación más, y de un lado y del otro hay valles... El paisaje es hermosísimo, es algo que me subyuga, y que veo cada vez más bello. No sé si es porque descubro nuevas cosas, o quizás más profundas, que se me ha crecido en belleza este lugar, Polia. Mi fantasía es pasarme temporadas acá y allá. Pero... nunca lo concreto. Allí tenemos nuestra casa, que ya no es tal, porque en ese entonces no valía nada, y mis padres la abandonaron.

La casa era pequeña, como esta habitación. Estaba la cocina con el horno, el focolare, y una mesita. Contiguamente una habitación, y nada más, allí había una ventana que daba al valle y se veía la otra fracción del pueblo, ahí, en un promontorio... Mis padres la abandonaron, se olvidaron de ella. No pensaron nunca ni en venderla, ni en nada de eso. Se la quedó mi prima Filomena: mi padre le dijo que la tomara, y ella compró la otra casita que había al lado, e hizo dos pisos, más el sótano. Ella es una típica calabresa, con una capacidad de trabajo impresionante, y hace todo lo imaginable para "guardar para el invierno". Allí aún hay todavía alguna gente que lo hace. No digo mucha, pero sí alguna. Filomena hace desde el pan, porque tiene el horno allí, y para los carnavales baja al pueblo, compra un cerdo y hace la factura. Ella, por ejemplo, cuando vamos caminando por un lugar y ve un tomate, lo toma y se lo guarda. Filomena hace todas las conservas posibles. Hasta hace biscotis, con pan duro que después, mojado con vino o con leche, se come. Hace unas bolsas muy grandes, y luego contrata un camioncito que va por toda Italia y se lo lleva a Milano. Esa subcultura es muy interesante porque hay mucha gente que vive en Roma, Firenze, Milano, que siguen conservando costumbres de los lugares en donde nacieron. Yo me conformo con ir y respirar un poco, ver el pasisaje y encontrarme con Filomena y Pasqualino. Me contento con eso. Pero ellos necesitan además la elaboración. Es muy lindo eso...

El asunto es que cada vez que voy, voy a esa casa, y Filomena tiene una pieza para mí, que me hace creer que es mía. Me dice: "la tua stanza". Filomena va a menudo allí. Los hijos, en cambio, ya no son tan habitués. Han tomado costumbres más ciudadanas, puesto que han nacido en Milano. Van a Polia como una curiosidad, pero a los dos días se aburren de la vida popolana, y se vuelven a sus casas. Yo siempre alimento esta fantasía que no se cumple nunca, o por lo menos hasta ahora. Me ubico cerca de alguna ventana, y pienso en trabajar con algunos materiales. Mi prima me dice que allí tengo buena luz, y cierra la puerta. Porque ella habitualmente deja la puerta abierta, como todo el mundo allí. Entran tranquilamente los vecinos y toman alguna cosa. Es como una gran casa, como una familia, que se lleva bien y mal, como todas las familias.

La cuestión es que mi padre volvió en el treinta, a partir hacia la Argentina. Por supuesto que yo no registro recuerdos de él de esa época. Recién en el treinta y siete llegó a reunir el dinerito necesario para traernos, trabajando como jornalero, porque molinos como los de Calabria, acá no había.

Yo, como era un niño, escuchaba los comentarios de las mujeres que, en ronda, tejiendo, hacían de sus respectivos maridos que estaban en América. La costumbre era, por tratarse de gente pobre, que emigrara primero el hombre solo, él "hiciera la América", que podía ser poca, mucha o regular, y recién entonces viniera el resto de la familia. Como podrán imaginarse,con ese esquema se armaban también unos líos descomunales: los hombres, viviendo solos aquí, se tentaban, y las mujeres, solas allá, también se tentaban. Yo sé algunas anécdotas de algunos paisanos; unos desbarajustes tan grandes. De mis padres no recuerdo ninguna. O porque se cuidaran muy bien, de modo de que nadie se enterase, o porque sublimaran. La cuestión es que llegamos en un barco: mi hermana mayor, mi mamá y yo. Los tres llegamos a la Argentina en mayo del 37 y ésa fue la primera vez que vi a mi padre. Por la fotos, y además por la estatura de Mole, que era un hombre corpulento y alto, yo me hacía a mi padre también así, pero en verdad tenía una estatura más baja que la mía actual. Yo me había hecho la fantasía de alguien más corpulento, de modo que fue una especie de shock para mí. Pero su afecto al recibirme, y yo era un chico de siete años ya, me hizo sentir muy bien. Recuerdo todavía ese primer abracito apenas bajamos del barco.

Pero una vez aquí, en la Argentina, lejos de ser feliz, sufría bastante, sobretodo en los primeros tiempos. Creo que era lógico ese sentimiento. Según entiendo, en varias oportunidades me llevaron al hospital Durand, porque parece que hacía algunas somatizaciones. Hablo así porque mi mujer también es psicoanalista como usted, Irene. Además, yo me psicoanalicé, de modo que así nos entendemos mejor.

Creo que en aquellos momentos ocurrieron algunos hechos providenciales para mi vida. En el barco, cuando veníamos, apenas embarcados, nos agarraron a todos los chicos, nos pusieron en fila; chicos de mi edad , más grandes y más chicos, y nos raparon, nos quitaron el pelo. Yo sufría horrores, y no sabía por qué lo habían hecho...; quizá esa mutilación... me cortaron el pelo sin avisarme, sin saber por qué. Después me dijeron que había sido por los piojos, pero yo pensaba: Y a mi hermana, ¿por qué no a ella? Yo le preguntaba a mi madre por qué a mi hermana no le habían cortado el pelo... Me sentí muy desconsolado. Esa fue la primera cosa.

Luego, ya aquí, estuvo la cuestión del idioma: no podía comunicarme en español. Mi viejo, con buen criterio, a los cuatro días nos llevó a la escuela, ya era en mayo, a ver si podíamos retener el año. Pero, como dije, no me entendían, ni yo los entendía. Además, soy miope, no veía bien el pizarrón y no sabía cómo decirle a la maestra. Incluso no me daba cuenta que tenía una falta en la vista. Creía que era lo normal. En ese grado en donde me ubicaron, la maestra se llamaba Teresa. Se ve que ella me observaba bastante, que se habrá dado cuenta que venía con mi problema de ostracismo, forzosamente, por otra parte, ya que en el recreo venían los chicos y me preguntaban cosas que yo no entendía, se reían y me tocaban la rapada. Yo sufría,sintiéndome en una soledad tremenda. Creo que ha sido uno de los dos o tres grandes sufrimientos que he tenido a lo largo de toda mi vida.

Hasta que una tarde, la maestra que estaría dando deberes o dictando algo, me habrá visto, seguramente, hacer algún garabato, que era lo único que hubiera podido hacer. Entonces, me dijo con señas que continuara en el cuaderno. Al lado mío había una chiquita rubia, con su trenza, con un moño colorado, hacia quien, secretamente, empecé a sentir algún atractivo amoroso, máxime porque me había prestado sus lápices de colores, que eran la primera vez que veía. Me pareció estar tocando el arcoiris!.

Me los prestó, y empecé a dibujar. Estaba en eso, cuando Teresa, de pronto, me parloteó diciéndome cosas que no terminaba de entender, pero que interpreté como que le había gustado lo que yo había hecho. Me quedé con ese sentimiento, pero al rato me llevó a la dirección, donde vi que la directora parloteaba también. Yo no entendía tampoco a ella, pero me quedó claro que eran palabras muy elogiosas, ya que me llevaron por los grados mostrando mi dibujo.

Así pasé a conectarme con los argentinos, a través del arte,llamémosle así. Pasé a ser uno más. Ya no era el tanito, que habia varios más, es cierto. Ustedes saben que era un momento de mucha inmigración y habíamos varios tanitos y tanitas, pero ellos ya se habían asimilado, y formaban parte de aquello. Desde aquel episodio del dibujo, en los recreos pasé a ser un niño curioso. Venían a decirme cosas, me regalaban galletitas. Empecé a ser alguien, un ser humano como todos los demás, y además había experimentado mi primer éxito como artista.

 Irene María: ¡¡Qué fortuna!!

 Después de muchos años me di cuenta de lo que había ocurrido. Pero yo me comunico con el arte, más que con el abc, y fue en arte donde mis compañeros de ese momento, me conocieron. Creo que esto se lo debo a esta hada madrina, no sé de qué otro modo llamar a Teresa, quien me abrió las puertas del arte, me abrió las puertas del éxito, y me abrió las puertas de Buenos Aires. Recién ese día entré en Buenos Aires. Todo esto lo reflexioné muchos años más tarde, con algún toque de diván, contándolo.

 Después de aquel feliz suceso, avanzando en la escuela primaria, yo dibujaba habitualmente, por instinto. Porque lo que yo hacía nadie me lo pedía ni me obligaba. Los maestros sí veían que tenía cierta habilidad en esto, y me encomendaban o bien el pizarrón, como se usaba antes, o hacerles alguna lámina, que ellos me dictaban didácticamente. Hasta que llegó al final de la etapa primaria, que en esa época concluía en el sexto grado.

Vivíamos en el barrio de Versailles. Mi papá había comprado un terrenito por allí, y se fue edificando la casa, como hacían todos los paesanos, ayudándose mutuamente. Había bastante espíritu colectivo. Uno no puede comparar con lo que pasa hoy, porque no está viviendo en aquella situación. Pero yo creo que había un espíritu bastante más solidario entre la gente de nuestra clase, de nuestra generación, de nuestros compaesanos, y de los no paisanos también ,porque según yo veía en ese barrio humilde, en el que en ese momento había más tierra que casas, como mismo acá en Floresta, que era zona de quintas, que abastecía a la Capital de las verduras.

Así llegamos a sexto grado, y mi maestro, Ricardo Furlong, también él jugó un papel importante para mí. Cuando estaban finalizando las clases, mi maestro nos había hecho una especie de test psicológico, que tal vez no se usara, o sí. No lo sé. La cuestión es que trataba de explorar nuestras condiciones, y nos daba consejos sobre ello. De mí, dijo: Bueno., no cabe la menor duda de que vas a ser pintor, vas a ser pintor. Vos tenés que estudiar en la Escuela de Bellas Artes. Así que me dio como una inyección de euforia y de entusiasmo tan grandes, que yo llegué en ascuas a mi casa. Me había gustado hasta el nombre de Bellas Artes. creo que era la primera vez que lo escuchaba.

Yo sigo queriéndolo mucho a mi maestro Furlong, como a Teresa.

Así es que llegué a mi casa, y a pesar de mi exaltación, lo tomaron como un comentario más, como algo que trae un chico que vuelve contento de la escuela. Yo insisto en esto: mi padre y mi madre no entendían absolutamente nada de esto. Mi papá un día me dijo: "No. Uno no sabe qué es eso. Vos tenés que ir a una escuela secundaria, donde estudiarás el comercial, y después yo te voy a conseguir trabajo en la empresa donde yo estoy". Él, que era un obrero, le pareció que podría convencerme diciéndome: "Vas a ser empleado; vas a ir bien vestido; no como yo, que tengo que ir vestido de obrero, con la gorra".

Pero a mí, todo eso no me sabía a gloria, de manera que seguía con los dientes puestos en aquel hueso de las Bellas Artes. No lo quise soltar, y no lo solté hasta ahora, que lo sigo apretando con mis dientes.

Sucedió que me puse muy insistente. Inclusive en las fantasías, que se las comunicaba a mi madre, con la cual, es lógico, tenía más rapport, ¿no? Recuerdo que le decía que "entonces, yo no quería estudiar comercial, porque a mí las matemáticas no me gustaban", y que "lo hacía en la escuela por obligación, porque tenía que aprobar". En fin, que un día le dije: "Si no me dejan estudiar Bellas Artes ahora, prefiero ir a trabajar, y después, cuando pueda pagarme un estudio, me voy a hacer pintor", aunque tampoco sabía bien qué era ser pintor. Era todo muy instintivo.

Me vieron tan decidido que averiguaron lo que pudieron, del modo en que podían hacerlo, pero les dieron pésimos antecedentes de lo significaba estudiar en una escuela de arte: que los artistas eran poco menos que drogadictos y borrachos, gente dejada, desclasada.

Sin duda, mi madre ya se había apiadado mucho de mi empeño, porque finalmente me acompañó, y averiguamos dónde era la escuela.

Era en el centro, en Cerrito entre Arroyo y Juncal, que casualmente había sido hasta hacía poco una Escuela Italiana all ‘Estero, una escuela primaria. Lo supe mucho después, hojeando una revista italiana, acá en el taller. Habían publicado fotos de distintas escuelas, y apareció la de este edificio. En su momento fueron muy importantes estas escuelas, sobre todo en el centro de la ciudad. De modo que mi madre logró anotarme, aunque a duras penas, porque habían cerrado ya la inscripción. Pero se ve que algún empleado, o empleada, se apiadó de nosotros, y nos hicieron una excepción. Me anotaron con la advertencia de que había que hacer rápido los trámites de documentación: cédula de identidad, que no tenía, partida de nacimiento, que hubo que pedirla a italia. Fue un dolor de cabeza para mi madre: me hubiera matado (ríe). Hasta que llegó el día del exámen del ingreso.

Yo iba a puro instinto, y mi madre también. No entendíamos nada de todo este asunto. Cada vez que los empleados nos decían: "hay que traer tal cosa, tal otra", yo veía la cara de mi mamá, de "en dónde me metí" (ríe), y yo cargaba la culpa, que no les cuento, como podía, con mis añitos.

Había que llevar el tablero, con la hojita de papel, la carbonilla, la gomita, todos elementos que eran absolutamente nuevos para mí, no los conocía. Así que con todos los otros chicos esperamos en el patio, que nos dieran el destino en cada aula, cada taller.

Yo escuchaba a los chicos, que eran todos varones en ese turno de la mañana, comentar que se habían ido a preparar aquí, o allá, con la maestra tal o con el maestro tal, y yo pensé enseguida: "ahora me matan en mi casa. Porque ¿cómo iba a dar yo un examen si ni sabía de qué se trataba? ¿Y si me preguntaran cosas que no sabía? ¿Qué iba a decir? Estaba hecho una piltrafita.

Al rato, nos hicen pasar, nos sientan, nos ponen en los bancos y nos dicen: "Los de aquí hasta acá, dibujan esta flor de lis, y los de allí hasta allá, dibujan la hoja de acanto. Los de atrás dibujan este modelo". Y así empezaron todos, como caballos que se lanzan a la carrera, dibujaban impetuosamente, y yo no sabía qué hacer. Estaba con la carbonilla en la mano, una varita de carboncito de mimbre, que da un trazo muy negro, y había que buscar todos los valores.

Veía a todos tan activos: escuchaba el ruidito de las hojas, y yo: nada, como paralizado.

Entonces empecé a mirar hacia mis costados, de reojo, a ver qué hacían, diciéndome: "tengo que hacer algo". Y empecé a copiar lo que hacían los otros, a imitarlos. No me cabía otra.

A medida que iba trabajando, tomaba confianza, porque no me salía tan mal en relación a los demás, y cada tanto entraba la celadora, que era una especie de matrona romana que con el correr de los años fue celadora mía, cuando yo fui profesor de esa misma escuela. Pero entonces me atemorizaba con sus palabras: "¡Silencio! que si no los saco de la clase al primero que pesque hablando. Porque acá, ¡tienen que venir a dibujar!".

Yo veía que los chicos extendían la mano, con la carbonilla, para tomar, cerrando un ojo, una medida en relación a su perpendicular. Pero yo no conocía tampoco ese gesto ritual. Pero lo aprendí instantáneamente para cuando entraba la celadora, que los hizo varias veces: yo hacía el gesto sin tener idea de qué se trataba: miren ustedes por dónde empecé mi carrera oficial.

Cuando llegó el primer recreo, necesitaba saber qué habían hecho todos los demás, porque después de todo, sabía que estaba en una competencia. Sin reflexionarlo siquiera, a medida que los demás iban saliendo, yo retrocedía, como para salir último, con la viveza campesina, si quieren llamarla así, de echar una ojeada a lo que hacían los otros. Vi trabajos que me parecieron más lindos que lo mío, pero tomé confianza, porque reflexionaba: "para ser la primera vez que lo hago, lo que llevo hecho se puede comparar a éste, a aquél otro, y me fui tranquilizando. Finalmente aprobé. No había puntaje entonces. Nos dieron tres o cuatro días para hacer ese dibujo, creo que eran tres. Me busqué en la lista de aprobados, y me encontré: ¡Vaya alegría! Fui a mi casa, y entré gritando: ¡Me aprobaron!

Había sido un trance difícil.

 Irene María: Su madre habrá dicho: "Bueno, al fin".

 En realidad, ellos nunca entendieron bien el por qué de esta vocación tan rara. Nunca entendieron bien que me ganara la vida haciendo estos pupazzi, como a veces decía mi viejo: "¿Qué estás haciendo? ¡I pupazzi!", los muñecos, aunque sí se enterneció mucho cuando salí en alguna publicación, o en televisión. Entonces cobraban una especie de orgullo, y mostraban a los vecinos, a los paesanos, como para consolarse de todas las penurias de los primeros tiempos.

Al ingresar a Bellas Artes, mi vocación, se definió, se puso en limpio y de entonces a ahora, sigue siendo vocación. Yo diría que es como un idilio que va renovándose constantemente, y creciendo en intensidad, porque es un trabajo que lejos de gastarlo, veo que crece y que vive cada vez más como una llama importante dentro mío, una razón de vida casi fundamental, exceptuando desde luego las cosas vitales. Vivo con el arte esa especie de sueño, por cierto hermoso, que cuando me falta por unos días, siento la ausencia del hacer.

¿En qué año entró a Bellas Artes?

 A comienzos del 43, y después hice de continuo los tres ciclos de las escuelas.

 ¿Cómo era la vida de su familia en esos años?

Casi nos autoabastecíamos. Creo que esto está dentro de la cultura italiana. Porque mis padres traían consigo el saber hacer una serie de labores típicas de su lugar pero, en general, ésto es de Italia, porque veo, en mis visitas, que siguen haciendo el vino, las conservas. Casi todo el mundo lo hace, aun muchos de los que viven en ciudades. De manera que mis padres traian ésto como bagaje cultural y, comenzamos allí, en Versailles, una especie de economía familiar, donde cada uno de nosotros participábamos. Papá, mamá, mi hermana, yo, y dos hermanos más que nacieron aquí, uno en el 38, el otro en el 42. De manera que en la medida de cada uno, en esos primeros tiempos mi hermana y yo éramos los que más entramos en este clancito familiar. Esto era bastante común en la paisanada. Allí teníamos terreno, además del nuestro propiamente dicho, ya que no había practicamente cercos, más que un alambrecito que marcaba el límite, el cual se saltaba tranquilamente. De manera que teníamos una pequeña granja familiar, con gallinas, conejos, palomas, cabras, cerdos, con los cual nos abastábamos de comer, tanto las verduras como las proteínas animales. Teníamos huevos, leche de cabra. Mi papá trabajaba como obrero, y cuando venía de sus labores, los fines de semana, y se ponía a cultivar, y nos encargaban a nosotros el riego que requerían estas verduras.

 Usted está hablando del cuarenta y tantos, en la Capital Federal.

 Claro. Nosotros vinimos en el 37, y a finales del 38, más o menos, ya fuimos a Versailles, donde comenzamos este trabajo comunitario. De manera que el muy poco dinero que ganaba mi padre, casi se guardaba todo. Mi madre que era modista, cosía para afuera y mi hermana, un poco mayor que yo, aprendió también este oficio de modista, aunque ya se hizo más fina, de ciudad. Entonces cosía para gente del barrio, también. Fíjese qué pobreza tan digna! Y bella!.

Yo digo que aprendí de mis padres a trabajar, y darle un gran valor al trabajo y a autobastarme desde niño.

Además de esta participación en mi casa, a los catorce años también iba a trabajar a una alfarería. Había un taller de cerámica en el barrio, y al pasar, yo veía los jarrones... encontraba mi afinidad allí. Bueno, como les decía, en mi casa no había una pobreza extrema, pero sin duda no éramos ricos, y faltaba siempre algún dinerito para hacer algunas cosas necesarias, como un galpón, una puerta, en fin, que yo escuchaba todo esto, hasta que y un día golpeé en la puerta del taller de cerámica y les pregunté si necesitaban un ayudante, un peón. y me dijeron que sí.

Iba dos horas por día a la tarde, cuando venía de la escuela. Aprendí muchísimas cosas en ese taller. Entonces, mi rutina de tarde siempre era el trabajo en casa, estudiar y el trabajo de alfarería.

Así empecé a trabajar, y a juntar este dinero que, por supuesto se lo daba a la mamma. Era ella la que me suministraba para viajar a la escuela, para comprar los útiles. Ella me daba; yo no manejaba el dinero; ni lo manejo ahora!!.

Fue para ganarme la vida que me aparecieron tempranamente trabajos ligados a la escultura, aunque un poco fue también porque los maestros que tenía en la escuela preguntaban siempre a los chicos: ¿Quién sabe hacer tal cosa? Por ejemplo, manejar el yeso, que en aquella época no se enseñaba tanto. Yo tenía algunas nociones, gracias a mi trabajo en talleres como en el de alfarería, en dónde se hacían moldes para producir los cacharros. Así fue que ellos mismos, los maestros, empezaron a solicitar que fuera a colaborar en monumentos, y así me fui haciendo bastante conocido, y me recomendaban de uno al otro, de manera que empecé a ganar bastante bien. Como después de los quince años ya nos permitían ir a la escuela nocturna, me pasé al turno Noche, así podría trabajar todo el día. Eso me permitió pasar por talleres de los más importantes escultores de ese momento. Mi principal maestro allí fue Troiano Troiani, un italiano que había venido a principio de siglo, que también ha trabajado en esculturas decorativas, con metales, que en esa época se construía mucho aquí en Argentina. Ustedes pueden ver, por ejemplo, todos los edificios de la Avenida de Mayo, y barrios como Belgrano, que tenían gran incremento de población y un desarrollo económico importante. Aquí se hacía una arquitectura neoclásica, que requería la habilidad de escultores y pintores, quienes mayormente venían de italia. Troiano Troiani era de Udine. Yo empecé a sentir mucha identificación y admiración hacia él. Me inclinaba hacia esa línea de expresión, y creo que esa identificación vino también por el hecho de la italianidad. En esa época éramos bastante más que ahora los italianos que veníamos. Ahora ya no viene nadie!!. Así que era bastante frecuente conocer a paisanos.

En 1949 egresé del segundo ciclo de las escuelas, de la Escuela Pueyrredón. Ya para esa época, como les contaba, me ganaba muy bien la vida como ayudante, tenía trabajo casi constantemente. Todavía, por supuesto, estaba en mi casa paterna, de manera que contribuia a la economía familiar con mi sueldo, que seguía religiosamente entregándoselo a la mamma.

Después hice la escuela De la Cárcova, la Escuela Superior, cuatro años más, y al egresar de allí ya tenía algunos premios, inclusive como artista joven. Porque había concursos para jóvenes y estudiantes, y yo había tenido algunos premios interesantes.

Fueron cuatro años muy bellos, porque mi vocación era ya una verdadera pasión, y los éxitos que iba teniendo me empezaron a dar una cierta aureola, como para que los maestros me requirieran para su trabajo. Así fui a dar al taller de Fioravanti, que hacía en ese momento unos trabajos de un monumento, y después hizo unos grandes relieves para el teatro San Martín, cuando lo estaban construyendo.

Una tarde estábamos tomando el té, cuando ya habíamos terminado de trabajar, y me dice Fioravanti (en ésa época nadie se tuteaba): "¿Sabe que en el teatro Colón, van a llamar a un concurso para un escultor?", y yo respondí: ¿Qué puede hacer un escultor en el teatro Colón?

Yo había ido al Colón a escuchar algún concierto, había ido a ver alguna ópera con mis compañeros de estudio, porque íbamos al cine, al teatro. Pero no me había imaginado nunca que en un teatro pudiera haber un escultor.

Entonces Fioravanti agregó: "¿Por qué no se presenta?" Él era habitué del Colón, tenía abono; era un melómano. Le gustaba también mucho el ballet; su mujer era rusa.

La cuestión es que yo le dije: "Mire, no voy a perder el tiempo; yo recién estoy egresando de la Escuela: ¿Qué me van a dar a mí? ¿Un puesto en el Teatro Colón?".

Pero me respondió: "Siempre hay que empezar en alguna parte", y me completó un consejo hermoso. Me dijo: "Usted preséntese, porque si no ganara, no importará. De todos modos, no todo es ganar en la vida; usted va a adquirir experiencia, de cómo hay que presentarse en un concurso; lo empezarán a conocer, su nombre va a estar allí, con sus trabajos". La cuestión es que fui a presentarme.

En la sección Fotografía del Colón había un ex compañero de estudios, que se había volcado más a la fotografía que a la pintura. Lo encontré en la puerta de calle, y le dije que venía a presentarme a un concurso: "Uhh, —me respondió—, ¡Qué vas a perder el tiempo!. ¡Ya debe estar puesto quien deba ser!. Llaman siempre a concurso para cubrir las apariencias".

El era un pesimista. Pero yo pensé: ¿Qué vale más: la opinión que me acaban de dar o la de mi maestro? Entré, y me anoté en el concurso, y después: ¡Sorpresa! Linda sorpresa, porque el pintor Basaldúa era Director Técnico, Escenógrafo y Pintor.

El Colón tiene en su organización de trabajo una diversidad de talleres que autoabastece la producción que va al escenario. Pero en esa época no tenían un escultor. Sí el taller de pintura. Las esculturas que requería la escena las mandaban a hacer a un italiano, Moccali, que yo no llegué a conocer: se había muerto.

Entonces Basaldúa se hizo cargo de la Dirección Técnica, y creyó oportuno proveer al Teatro de un escultor escenógrafo que hiciera esa tarea de modo continuado, constante, ahí mismo. De manera que el concurso era bastante atípico, porque el jurado fue a los talleres de cada postulante, a ver qué hacían, cómo lo hacían, qué conocimiento tenían, se hicieron coloquios con cada cual por separado, y después decidieron ellos.

Finalmente tuve la suertede ser designado, porque para mí fue una inmensa suerte haber servido al arte en el Teatro Colón durante 15 años. Fui el día que nos habían citado, y tuve esta bella noticia. Bella también porque me había casado; yo me casé una primera vez muy jovencito, de 25 años, y estaba por nacer mi primer hijo, que nació a principios del 56, y ahí está por qué el pan debajo del brazo, que dicen que trae cada hijo, es bastante cierto. Ese pan fue el ingreso al Teatro Colón. Fue lindísimo. Yo digo que mi trabajo allí, de quince años, fue una etapa muy hermosa. Siempre hay altos y bajos, por supuesto, ¿No es verdad? No todo es rosa, pero tanto del punto de vista profesional, como del humano: ¡Trabajar en un lugar así, donde se trabaja con espíritu de Bottega, de taller renacentista, corporativo!.

Cada taller produce lo suyo, y se une todo después, con la Dirección Escénica y la Dirección Técnica, en el escenario, y se produce esa magia que son las óperas, o los ballets. Fue muy lindo, y allí estuve hasta el año 70, de manera que ya ven ustedes cómo los padres de uno, los maestros, los hijos, la mujer, los amigos: todos van haciendo un aporte a uno, cuando se es lábil y se quiere tomarlos. A veces se puede estar rodeado de muchas cosas bellas y no asimilarlas.

Después, mi primer matrimonio se conservó tres años escasos. Lamentablemente se disolvió, se rompió con los consiguientes sufrimientos que se tienen, sobre todo cuando se es joven y se carece de experiencia vital en ese sentido, quiero decir: en el sentido de la creación con la pareja, armar un núcleo familiar. A mí me volteó bastante anímicamente, y en esa época, el año 59, estuve bastante mal por esto. Entonces no era demasiado frecuente el psicoanálisis, ni tampoco yo sabía demasiado bien qué era. Pero sí había oído hablar, y bueno: me encaminé allí, y he cambiado de psicoanalista, como se acostumbra a hacer, hasta dar con alguien con el cual uno tiene mayor afinidad, o simpatía, o esperanzas más cumplidas. Pero en total, los años que hice de psicoanálisis me ayudaron enormemente en mi desarrollo humano, y también en mi desarrollo profesional. Tenía bastantes tabúes, bastantes pudores, a veces modificados, a veces vestidos de otra cosa. Mis miedos a hacer una muestra individual, por ejemplo, yo los vestía de purismo, de prudencia, de que no estaba todavía preparado.

Para esa época, también muy seguida una cosa de la otra, hubo toda una reestructuración, a raíz del momento político-social, que hubo: ese Golpe de Estado del 55, donde se modificaron, empeoraron o mejoraron, ciertas cosas. La cuestión es que nuestras escuelas fueron muy vapuleadas. Cambiaron muchas cosas. Empezaron a hacer los turnos mixtos, de varones y mujeres, que hasta entonces no estaban. Hubo algunas cosas buenas y otras francamente no tan buenas, como sucede siempre con los cambios.

Y se llamó a concurso para cubrir los puestos que quedaban vacantes, porque se había jubilado a mucha gente. Llamaron a un concurso general, donde los que estaban de hecho también iban a concursar. Yo me presenté a esos concursos, porque seguía recordando el consejo del Maestro Fioravanti, y tuve también la posibilidad de ganar las horas de cátedra. Yo venía enseñando ya desde el año 49. Creo que en mí es un asunto interesante la vocación docente, que aún la sigo ejerciendo. Me gusta mucho. Creo que se trata también de una verdadera vocación.

Pero el asunto es que en el 56 entré como titular en las Escuelas de Bellas Artes, mientras que antes había hecho suplencias, y entonces tuve dos trabajos para ganarme la vida, que eran el Teatro Colón, y las Escuelas de Bellas Artes como docente. Así me quedaba una linda tarde entera para hacer mi trabajo de estudio, de expresión personal en la escultura. Y entonces en esos años tuve un desarrollo bastante grande; también por la edad, porque empezaba a madurar un poco más.

Fueron años de intensísima labor, porque yo hacía el Teatro Colón a la mañana, a la tarde mi taller, y todas las noches tenía escuela también. Así que tenía un trabajo continuo desde las primeras horas de la mañana hasta las once de la noche. Trabajaba mucho, y en esa época creo que también crecí mucho.

El sufrimiento por la ruptura de mi primer matrimonio, el hecho de que viniera mi primer hijo, los cambios en las titularidades, asumir en los puestos con la responsabilidad que requiere esto. Porque de pronto me encontré siendo el único responsable de las esculturas que aparecían en la escena del Teatro Colón. Es una flor de responsabilidad, y ser profesor titular a los 25/26 años también era muy importante, y todo esto lo hizo crecer a uno, además del tratamiento psicoanalítico, que en esos años lo necesité mucho, y me ayudó mucho también.

 A la tarde tenía un taller en el barrio de Barracas, donde estudiaba y hacía mis trabajos de expresión. Llegamos de esta manera a enviar regularmente a los salones, aunque mis primeros premios datan del tiempo de estudiante. En el 52, por ejemplo, tuve el Primer Premio del Salón de Estudiantes. Después también mandé a otros salones juveniles, hasta el 59. En este año tuve el Premio Municipal y en ese año conocí a Susana en la Escuela, ya que era alumna de mi Curso de Escultura, en la Escuela de Bellas Artes. Ella es mi actual mujer con quien tengo dos hijos, Sandro, de 30, y Lino, de 26 años. De mi primer matrimonio, mi hijo Victorio tiene 36.

¿Y cuál es la ocupación de ellos?

Es muy interesante, porque están los tres en el arte. Victorio, el mayor, es músico, y enseña como tal; Sandro es iluminador de espectáculos, es iluminador escenógrafo; Lino, el más chico, terminó hace un año su carrera de Regista en el Teatro Colón, y aún sin terminar sus estudios, lo contrataron en uno de los talleres nuevos que se formaron, porque el Teatro Colón empieza a hacer sus grabaciones de video. Las de sonido las hacía desde hace un tiempo, pero las de video las está haciendo ahora. Lino ya está allí, ocupándose de la dirección de cámara, así que por más que a él le gusta antes el cine que el teatro, se está como especializando en eso. Pero también el teatro entra dentro de sus amores; la ópera también. Así que su carrera de regista le permite conocer lo operístico. Además, tiene su trabajo en cine propiamente dicho. Tiene algunas realizaciones de corto metraje.

Bueno: vuelvo a Victorio. Él estuvo viviendo muchos años en Francia, y allí completó algunos estudios. Ninguno de los tres es demasiado estudioso desde el punto de vista escolar. Son más estudiosos en la práctica, en el hacer, como me pasó a mí también. Aunque yo fui más disciplinado que ellos, e hice las escuelas. Victorio, tal vez por añorar bastante la Argentina, se dedicó en Francia al trabajo del tango, y como tal integró algunos conjuntos que se formaron allí, y hacían giras, algunas grabaciones, festivales etc. Ahora, llegando aquí, encontró trabajo enseguida como maestro, como profesor de guitarra y de música, y también tiene alumnos particulares. Él está viendo la posibilidad de formar un conjunto de tango.

Jorge Abásolo: Dicen que los calabreses tuvieron una gran influencia dentro del tango.

 Sí. A principio de siglo hubo muchos italianos autores y compositores de tango.

Jorge Abásolo: Y dentro de los italianos, los calabreses parecen haber sido unos cuantos. En el recuento que hace el doctor Petriella, el aporte de Calabria en general se vuelca más al arte, y dentro del arte más a la música.

Vuelvo al 58. En ese año tuve un Primer Premio Nacional, y esto me habilitó a tomar después, en el año 60, el Gran Premio Nacional. Son distinciones bastante notables. En esa época, lucía más que ahora, en todo sentido. Como trascendencia y como dinero. Si bien no se tratara de demasiado dinero, de todos modos era significativo. El 60 fue un año de bastantes acontecimientos. El Gran Premio Nacional me lanzó un poco en la mira de galeristas y empecé a tener notas en los medios periodísticos. Y también lo significativo es que volví a casarme, y formamos una pareja que ya ha pasado treinta y pico de años de vida en común.

Al final del 60 y principios del 61, con un poco de ahorro que hice con estos premios, y uno más que tuve, bastante consagratorio para jóvenes, el "Alberto Lagos", pude juntar un dinerito para hacer el ansiado viaje, especialmente a Italia, aunque estuve por otros países como España y Francia. Pero la mayor parte del tiempo estuvimos, en Italia, donde me reencontré con Polia, mi amado pueblo. De manera que fue una emoción extraordinariamente grande, entrar en Italia, escuchar el idioma, ver los cielos de Italia, la bandera en las aduanas. La llegada a Polia fue muy especial, porque llegamos de noche.

Habíamos comprado una pequeña Renault, que estaba ya bastante usada, por cierto. Yo de mecánica no sé nada; apenas sabía manejar un auto, y ése realmente era una catástrofe. Siempre funcionaba algo mal.

La cuestión es que hicimos un recorrido fantástico. Desde Vigo en España, hicimos todo un recorrido por muchos lugares de España y Portugal, luego fuimos a Italia, recorrimos Italia de Norte A Sur, y de Sur a Norte nuevamente. Después, llegamos hasta París, y allí abandoné al coche. Me dieron por él cincuenta pesos, que fue el único dinero que teníamos cuando regresamos.

Pero miren cómo rendiría nuestro dinero en Europa en aquella época, que pudimos pasar, Susana y yo, seis meses recorriéndolo todo, comiendo y viviendo en hoteles, excepto en mi pueblo, Polia, donde nos alojamos en casa de nuestros parientes.

En España fue increible. Para nosotros, era vivir como ricos. En aquel entonces el dinero argentino valía muchísimo. Bueno, en aquella época pude hacer ese viaje de seis meses, que como les digo, fue un viaje muy hermoso.

Cuando volví, continuamos trabajando muchísimo, tanto en la parte laboral como en nuestras respectivas actividades no rentadas. Ella había dejado la Escuela de Bellas Artes, y estudió un poco, particularmente cerámica, con una Maestra amiga nuestra. Estuvo muchos años sin trabajar, digamos hacia afuera; más vale me ayudaba a mí, y hacía la cerámica como una forma de expresión subjetiva. Luego, cuando tuvimos los hijos grandecitos, estudió psicología.

Yo seguí muy comprometido con el ambiente artistico y con mi trabajo de escultor, porque estos premios me habían mobilizado mucho, ya que tengo una tendencia a creerme menos, antes que más. Eso es una suerte hasta cierto punto. Pero, por otro lado, a veces me paso. No valorizarse también es pecaminoso. ¿No?

Así es que traté de ser digno de estos premios que me había dado la sociedad, a través de los jurados que oportunamente había habido allí. Así llegamos al año 64. En ese año tuve una oportunidad más que seria, porque en ese entonces todavía había un premio, que existió hasta hace poco, que era absolutamente consagratorio, el premio Palanza. Se entregaba alternadamente: cuatro años de Pintura y uno de Escultura. Salvo en algunos períodos de gobiernos militares, en los cuales se hacía, o no.

La cuestión es que recibo, sorpresivamente para mí, la invitación para concurrir con mis obras, como invitado. Invitaban a diez escultores, a concurrir al premio Palanza. De manera que eso me asustó mucho por un lado. Por otro lado me dije que si ellos creían en mí...

Recuerdo que yo también cavilaba: ¿Es que se habrán equivocado conmigo? Soy todavía muy joven... Entonces mi psicoanalista me dijo: "¡Déjese de embromar! Si se tratara de una vez, podría ser obra de la casualidad, pero los demás están creyendo en usted y usted está constantemente dudando. ¿Eso sabe como se llama?: miedo a afrontar las responsabilidades que le caben".

Eso me movió también muchísimo. Por supuesto, no fue esa sola frase suelta, sino que vino con otras evaluaciones, que mi psicoanalista hacía sobre ese aspecto fluctuante de mi personalidad. Lo cierto es que me animó a competir. Porque uno piensa, en esos momentos, que se trata de una competencia, y... ¡Uno quiere ganar! Aunque no estuviera en mis cálculos, creo que sí lo esperaba recónditamente.

Concurrí con mi obra, y la sorpresa mayúscula fue que me distinquieran con este premio, inclusive con una votación muy mayoritaria: De once jurados, tuve nueve votos. Entonces, dije: a partir de ahora tengo que ser digno de este premio, porque era público que se lo daban, por regla general, a gente con bastante más trayectoria. Pasé a ser el premio Palanza más joven, por ende mimado por unos, valorado por otros y también celado por otros tantos.

Hasta ese momento, yo no había sido capaz de hacer una muestra individual. Tenía también como escudo mis temores, mis pudores y mis dudas. Pero al año siguiente, en el 65, me animé a hacer mi primera muestra individual, y fue exitosa a tal punto que empecé a pensar en dedicarme más tiempo a la escultura. Porque ustedes saben que la docencia y el Teatro Colón, me absorbían la mañana entera, y por la noche, hasta las once. De manera que tenía un trabajo muy intenso, no ténía ni el taller en mi casa.

Entonces opté por traer el taller a la misma casa en dónde vivía, y empecé a pensar seriamente en dejar alguna de las otras actividades. Pero no me animaba, porque esos empleos eran Mi Lugar Seguro. A través de los premios, y de la primera muestra individual, empecé a vender algunos trabajos, al punto que paso a contarles:

Un hombre griego, de nombre Balá, que había hecho mucho dinero, una fortuna, tenía varios locales sobre la calle Florida, y también había combinado con una de sus hijas en hacerla galerista. Este señor, sin que yo lo supiera, compraba trabajos míos a un intermediario. Le gustaba mi trabajo, y tomó datos de mí. Quería saber acerca de mi reputación. Esto me lo contó el mismo, tiempo después.

El quería hacer la primer sala de escultura en la Argentina y estaba buscando con quién. Entonces mandaba a otra gente, generalmente a uno de nombre Cipolla. Lo mandó a comprar en dos oportunidades, y este Cipolla vio cómo yo vivía, y me preguntaba cosas...

Claro que Cipolla también preguntó en el ambiente, y le llevó los datos obtenidos a Samuel Balá. Cuando Balá vio que podía hacer conmigo la galería, me quiso conocer personalmente y me lo propuso al poco tiempo. La primera compra que me hizo para esa galería fue importante, y yo me quedé asombrado, con el dinero allí, sin siquiera entregarle las cosas. Me dijo: "Traémelas cuando puedas". y yo le respondí: "Pero usted me está dejando el dinero". El dijo entonces: "Yo me confío".

Así empezó un acuerdo que se prolongó hasta el año 70, y me fue muy bien con él, porque era un hombre que sabía manejar la economía. Si bien esto era para él un negocio nuevo, era un coleccionista, y tanto en Europa, como aquí, como en Israel, ellos tenían casa y colección. Pasaban meses aquí, y meses allá. En poco tiempo esta galería pasó a ser importantísima. Al año siguiente contrataron a Carlos Alonso para hacer la Sala de Pintura, y entonces hicimos una muestra conjunta. Eso fue en el 67 o 68, y a mí me hizo un bien enorme, porque empecé a ganar bastante dinero, con el cual pude comprarme la casa en dónde habito actualmente, que no sé si hoy podría comprármela. Pudimos habilitar mejor mi taller, y hasta compramos un auto!

Todo iba muy bien. Un día, le dije a Balá que tenía intenciones de trabajar menos como esce-nógrafo, y menos también como docente. A pesar de nuestra diferencia de edades, había una cierta amistad entre nosotros, y yo sentía que podía consultarlo como a un padre. Después de escucharme, él me dijo que llegaba un momento en la vida en que había que jugarse, pero que también pensara cómo me estaba yendo en estos últimos años. Yo estaba ganando bastante más dinero que con los sueldos. No obstante eso, aún no me animaba. Pero un buen día, cuando llegaba el término de mi contrato, tomé una decisión bastante temeraria, ¡Tímido y todo como soy! Pero...,la tomé. Aun mi mujer estaba en desacuerdo. Se asustó mucho, y casi... bueno, nos separamos un tiempo, aunque no sólo por eso: había otras cosas. Indudablemente, se estaba operando un cambio muy fuerte en mí, porque dije: "Voy a dejar todo, la Galería, el Teatro Colón, y la docencia y me voy a dedicar al arte definitivamente". Si me llegaba a ir mal, siempre podría volver "del sillón al banquito". Yo tenía ya mis cuarenta años: eso fue en el 70. Entonces, al renovar la contratación con la galería le dije a Balá: ¿Sabe que además de los consejos que me dio, yo seguí pensando un poco? Nosotros podríamos seguir relacionados comercialmente, pero quisiera no tener más contrato, porque también voy a dejar lo demás". El se agarró la cabeza y me dijo: "Me parece bien, me parece bien. Si te caés o te pasa algo sabés que yo siempre estoy dispuesto a ayudarte. Pero a mí me parece muy bien que vueles solo. Creo que tenés buenas alas". Así que no hubo nueva contratación, y una noche, en mi taller, decidí solo, ya que lo había consultado con mi mujer, y ella no quería saber nada de todo eso, y me aconsejaba que fuera más prudente, que fuera más de a poco.

Yo dije: "Voy a dejar primero el Teatro". Tomé esa decisión, y lloré mucho. Lloré porque el Teatro era un lugar que me había dado muchas cosas. Lo había pasado muy bien allí. Creo que es un lugar hermoso para trabajar: uno allí se relaciona con la cultura toda, ya que convergen todas las artes, y de vez en cuando hasta aparecía un genio de verdad; no en fotos ni libros, sino que estaban ahí: Stravinsky, Kachatourian, Nureyev, Margot Fontaine; nuestros mismos bailarines: en ese entonces yo era amiguísimo con ese grupo que después, lamentablemente, murieron en aquél accidente, en el 71, al poco tiempo que yo dejara el teatro.

La cuestión es que fui una mañana, a la mañana siguiente de haber tomado la firme decisión. Pedí hablar con el arquitecto Montero, que era el Director General en ese momento; un hombre muy interesante, muy bueno, que llevaba el Teatro muy bien, hacia adelante. Fue a él que le comuniqué mi decisión, y él me respondió que no.

"Usted —me dijo— no tiene que irse del teatro. Si quiere venir menos tiempo, yo le facilitaré todo esto, y llamó al Director Técnico, ya que yo dependía de la Dirección Técnica; le comunicamos a él también esto, y él tampoco quería saber nada. Me dijeron que volviera en unos días, que recapacitara; porque yo me había mandado todo el discurso acerca de lo importante que había sido el Teatro en mi vida. Me dijeron, y éstas fueron palabras de ellos, "en un tiempo el teatro lo prestigió a usted, pero en estos años es usted el que lo está prestigiando al teatro". Fue un lindo piropo, pero no llegó. De todas formas, les dije que iba a tomarme esos días que sugerían para seguir pensando el tema, aunque les hacía saber que tenía una decisión tomada, porque quería seguir mi rumbo con la escultura, y por mucho que me gustara el Teatro, más me gustaba la escultura, y todas las mañanas de un año, son muchas horas. Luego, todas las mañanas de muchos años, son muchísimas horas, que me irían a permitir cosas que de otra manera no podría. Insistieron en hacer una reunión más la semana siguiente, y en ese nuevo encuentro ellos me dijeron que habían sido injustos conmigo, en el sentido de que no me habían dado oportunidades de seguir creciendo,como en una carrera. El arquitecto Montero tomó una carpeta, y me dijo: "Usted está nombrado como escenógrafo para hacer Medea; le damos ahora esta oportunidad, que deberíamos habérsela dado bastante antes, y quizá por negligencia, o porque tampoco usted se había manifestado, no lo hicimos". Yo le respondí: "No sé si voy a aceptar esta oferta. Mi posición es firme. Decidí que seguiré otro camino. Yo me tomaré ahora el tiempo que ustedes me indiquen para no cortar de un día para otro, para preparar un poco más a la gente que está formándose conmigo". Tenía un grupo así.

Finalmente me quedé unos meses más, no recuerdo cuántos. En cuanto a la escenografía para Medea, estuve pensando en hacerla o no, pero me dije: "Si me pongo, será un atractivo más para quedarme; si sale bien, quedaré enganchado; si sale mal, me va a dar mucha pena. Entonces dije que no también a la escenografía de Medea. También en la Escuela renuncié a varias horas que tenía; me quedé con las mínimas: un día por semana, una noche por semana, y de pronto, tuve todo el tiempo para mí.

Alquilé otro lugar más grande, asociado con otros dos artistas, amigos muy queridos por mí, que son De la Mota y Alonso. Era una casa muy grande, como para trabajar juntos en la producción de nuestras obras. Después, ellos al poco tiempo, por cuestiones personales de cada uno, no pudieron seguir, y yo continué solo.

Para mantener esta casa tomé un grupo de alumnos. Al principio no me llevaban demasiado tiempo, pero después empecé a tener buen éxito con esto. Empecé a entusiasmarme bastante, tal vez porque estaba haciendo aquello que no podía hacer en las escuelas, de modo que los cuatro o cinco años siguientes también trabajé así, en mi profesión específica de escultor, y la docencia en mi taller. Después también dejé esto, y desde entonces la tarea docente ocupa uno o dos días semanales en mi trabajo. La mantengo en esa medida.

Volvamos al 70: Cuando dejé todas estas responsabilidades en el Colón y las Escuelas. Empecé a trabajar mucho como escultor. Tenía la mañana entera, la tarde entera, y parte de la noche, y salieron de mí las primeras cosas densamente dramáticas, que yo antes las tocaba un poco perime-tralmente, u ocasionalmente: el drama del ser humano.

Me impresionó mucho la crueldad que se comete con las criaturas, cuando se los descuida a tal punto de hacerlos morir de hambre. Esto lo descubrií allí, cuando estaba ocurriendo el drama de Biafra. Empecé a trabajar muy espontáneamente en estos chicos hambrientos, que me dieron motivo.

La reunión de 24 de esos trabajos, para hacer una muestra, en el 71, yo creo que fue la muestra más exitosa que tuve en mi vida, porque también conmovió bastante, y empecé a tener bastante repercusión periodística. Me daba cuenta cómo me proponían notas en radio y televisión. Asumí este éxito como mejor pude. Porque también hay que bancárselo al éxito, ¿no? Pienso que lo recibí con alegria, con bienestar, porque me sentia crecer.

Luego a continuación, hice también, entre el 72 y el 74, una serie sobre el Martín Fierro, pero también la parte dramática del Martín Fierro. Después, empezaron esos años políticamente muy confusos y también crueles. Con la vuelta de Perón al país, se desencadenó toda una hecatombe que desembocó en el 76 con la dictadura militar que duró hasta el 83.

En este tiempo también brotaron trabajos de intensidad dramática, puesto que era lo que estabamos viviendo. No podía hacer otra cosa, y sin embargo, esos trabajos de intensidad dramática son posiblemente los que más exito han tenido desde el punto de vista artístico, y desde el punto de vista de la difusión de mi obra. Curioso, porque no es que me guste hacerlo, estoy como impulsado a hacerlo. No hallo el placer que generalmente encuentro en hacer otras formas.

 Australia y España

En el 74 tuve un golpe de suerte, y de fortunita, porque un galerista de Australia, de Sidney, había venido a ver la Bienal de San Pablo. Luego bajó a Buenos Aires, y pidió ver artistas. Hizo una recorrida y se interesó por mi obra. Especialmente puso la nota en estos chicos de Biafra, y buen: elegimos una cantidad de trabajos, y él se encargó de todo; me llevó a Sidney, estuve varios meses, se hizo la muestra y se vendió muy bien. Una parte de los trabajos que quedaron los traje de vuelta, y otra parte los compró la misma galería, de manera que volví con bastante dinero, con lo cual compré mi actual taller en Floresta.

Después de esto, hubiera querido seguir las relaciones con Australia. Pero nuestras subidas y bajadas del peso, que se disparaba de una parte para la otra, desconcertaba a la gente del exterior, y nunca pude continuar ningún otro trabajo.

Pero a finales del 75, ocurrió otra cosa curiosa. También pasó por Buenos Aires un escultor español, con su galerista. Venían a ver unos parientes y, no sé por qué, fueron a dar a la fundición de bronce donde yo hacía fundir mis trabajos; vieron estos trabajos míos, y el galerista pidió conocerme. Vino ese mismo día a mi taller, me compró una cantidad de cosas, y me dijo, ahí no más: ¿A usted le interesaría mostrar en España? Le respondí que sí, que "claro que me interesaría".

"Bueno, yo le ofrezco hacer una muestra", me dijo, y entonces le advertí: "Mire que nosotros tenemos problemas para sacar del país nuestras obras", y le conté mi experiencia con Australia, que había sido buena gracias a que aquel galerista se había ocupado de todo. Él me respondió a su vez que estaba dispuesto.

Así nos comenzamos a escribir, y al fin coincidimos en que yo fuera a Madrid, que llevara algunos trabajos que él compraría, y luego veríamos qué hacer. Viajé solo, llevé algunas cosas conmigo, las compró, y como soy uno que donde vaya quiere trabajar, en vez de ir a un hotel, me alquilé un lugarcito, con un mechero de gas., y me puse a hacer trabajitos, piezas de plata, que él me las compraba.

Me vio trabajar con empeño, con ganas, y además le gustaba lo que yo hacía, de manera que me ofreció un contrato por cinco años, aun antes de hacer la muestra, para trabajar ahí, en España. A mí me fascinó la idea, porque aquí en Argentina se estaba...

Yo viajé un día antes del golpe de Videla. A la mañana cuando llegué a madrid me encontré con unos cuantos argentinos que me dijeron: ¿Viste..? y yo no sabía nada del golpe a Isabel. "Con más razón —pensé— debemos salir un tiempo de acá".

Porque estaba muy pesado, y los chicos ya eran adolescentes, ya mayores. También el otro, el más chiquito. así que pensé: "A ver si nos vamos un tiempo de Argentina, y vemos de trabajar un tiempo en Europa, mientras yo abro alguna puerta". Bueno. un buen día se me ocurrió la idea de que fuese mi familia para allá. Pero, es claro, Susana tenía sus temores también. Le dije —yo estaba por cumplir años—: "Vení, pasamos mi cumpleaños, lo vamos a celebrar a Polia". Yo no soy de festejar, pero algunas veces me gusta, así que fuimos una semana a Italia, festejamos mi cumpleaños en el pueblo, y entonces ella se entusiasmó también y decidimos probar. Susana fue a Madrid con los chicos, y alquilamos en El Escorial, un lugar muy hermoso. Alquilamos una parte para taller y otra para vivir, y empezamos a hacer una vida allí, al principio linda.

Después aparecieron las carencias, y las dificultades de convivencia. Recién había pasado un año de la muerte de Franco y todavía la estructura fascista estaba vigente. Por ejemplo, en las escuelas les pegaban a los chicos, los hacían arrodillar para pedir perdón, y todo esto a mis hijos no les gustaba, ni nosotros estábamos dispuestos. Empezó por allí el malestar.

Yo seguía resistiendo porque posiblemente fuera el que mejor la pasaba. Se me iba el día trabajando en lo que me gustaba. Este hombre, el galerista, empezó con el contrato, y a fin de mes yo tenía religiosamente mi dinero para vivir, para producir. Pero al paso del tiempo mi mujer se ponía más mal, mis chicos también, y yo también, y empecé entonces a extrañar.

Por otro lado nos llegaban noticias de las crueldades que sucedían aquí, y nos encontramos como en una especie de laberinto, en el que no sabíamos por dónde deberíamos disparar. Si quedarnos, si aguantarnos allí, si volver aquí, en donde había varios conocidos a los que les habían desaparecido hijos, algunos colegas del ambiente nuestro, y la cosa estaba fiera.

Fue una decisión tal vez muy difícil de tomar, pero un día dejé de hablarlo. Hasta ahí lo hablábamos todos los días, como en una especie de obsesión. En fin, hasta que decidimos volver. estuvimos allí, en Madrid, un año y pico, y volver supuso deshacer los acuerdos iniciados con el alquiler de la casa y del taller. Tenía también el contrato con la galería, de modo que tuve que indemnizarlos, parte en obra, parte en dinero. Los entendí perfectamente. Con el galerista, ni discutirlo. Lo combinamos buenamente. Él estaba contrariado, casi enojado por momentos: "¡Hombre! ¿qué hace usted?, ¡Qué poca decisión que tiene! ¿Qué irá a hacer a la Argentina? ¡Con todo esto que hay allí!" Me equivoqué. A veces uno en la vida se equivoca... y varias veces. Finalmente llegamos a un acuerdo, le dejé parte de obra, parte de dinero, y quedó todo perfectamente arreglado. Con el alquiler de la casa también. Lo combiné con la dueña, le pagué la mitad de lo que suponía el total del contrato, ella se conformó, y nos volvimos en barco, para hacerlo menos violento, y para que los chicos disfrutaran.

Volvimos con todos los miedos, pero nos pusimos a trabajar. Por supuesto la vida seguía, aunque la muerte estaba por todas las calles y todas las casas. Las galerías seguían también. Al poco tiempo, hice una muestra. Ya lo de Balá había terminado, porque el viejo se retiró; a la hija no le gustó más, y el socio tuvo un drama familiar, porque su mujer y su hija habían muerto en un accidente.

La cuestión es que la Galería Imagen me propuso hacer una muestra, y la hice con suerte, porque me fue económicamente muy bien, así que con eso me resarcí un poco de las penurias que había pasado. Aparecieron algunos premios más, algunas distinciones, y en algún momento creo que en el 80 u 80 y algo, hubo un Agregado Cultural, Palmieri, un hombre muy culto, como debería ser siempre un Agregado Cultural. Él, además de a los conciertos y a las conferencias, venía a las galerías de arte, y ¿cuándo fue la inundacion terrible de Toscana?, creo que en el 78, o el 79. este hombre ya se había hecho conocer por los artistas, sobre todo por los de origen italiano, y él hizo una convocatoria, a la cual por supuesto concurrimos muchos, y donamos una obra, que todas se subastaron aquí para apoyar.

Ese mismo hombre, un día me mandó una carta pidiéndome mis antecedentes, porque quería presentarme junto con Vito Campanella, también italiano para ser candidatos a la Orden de Caballero, y después resultó, porque al poco tiempo nos llamaron a la Embajada.

En esa oportunidad había tres o cuatro cala-breses caballeros. Lo recuerdo porque en la Asociación se hizo una fiesta con esto. Creo que éramos tres: Ferrante, Caligiuri y yo, y otro que canta, Jabaglia, creo. Eso fue lindo también, el recibir ese honor. Otras cosas de la colectividad italiana, no sé. Siempre que hago muestras, mando invitaciones al Consulado, pero nunca me llevaron demasiado el apunte. La única vez fue en el caso que puntualizo.

 Lo nombraron Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, a principios del 92: ¿Fue por su obra?

 Me llevé también una sorpresa. Me llamó una empleada, una señora de voz muy joven, y pensé que era un chiste de algún colega. Pero ella se dio cuenta y me advirtió : "mire que no estoy bromeando", y yo le contesté: "Bueno, dígale a quien sea, que como chiste es muy bueno", pero a los pocos días me llegó una carta, y era verdad, no más.

Yo después pregunté cómo habían hecho, y me contaron que cualquier ciudadano puede ir al Concejo Deliberante y proponer como Ciudadano Ilustre a Fulano o Mengano. Este derecho también lo poseen los concejales, que como tienen una Comisión de Cultura, proponen nombres. Luego suman los datos, evalúan y lo ponen a consideración del Concejo, y el Concejo vota.

Fue así que aparecí yo. Estaban además Mercedes Sosa, Horacio Ferrer, el doctor Favaloro, Annemarie Heinrich, y Juan Pedro Francia.

 Usted donó una obra a la ciudad, y tuvo dificultades, ¿Verdad?

 Yo tenía una escultura en mármol, creo que era en el 81/82, y pasando por la placita de mi barrio, una mañana se me ocurrió la idea de dejar algo allí, una impronta. Pensé en esta escultura. Claro que todo esto estaba todavía convulsionado, y yo no sé si hoy es mejor o peor. Supongo que las municipalidades tienen su burocracia, tan "legítima" como la de cualquier ministerio. Pregunté cómo hacer, y me indicaron un trámite, y lo empecé. El asunto es que hay una comisión que debe dictaminar si una obra puede estar o no. De todos modos creo que se filtran muchas cosas, porque luego aparecen obras que no pasaron por ahí. Además había que pasar por Diputados, que en esos años no había. Empecé entonces un peregrinaje con este asunto de la donación, con el maltrato de los empleados de turno, con las idas y vueltas, que alguna vez concluyó. La Comisión dijo: sí, y después vino un capítulo larguísimo, que fue el del emplazamiento.

Había que ver en qué parte de la plaza, y para determinarlo conmigo vino, no sé qué cantidad de veces, un arquitecto que me llevaba la contra en todo. Bastaba que yo dijera "me parece que tal cosa", para que él respondiera: "no, ahí no va a quedar bien". Dábamos la vuelta a la plaza y proponía otros lugares, siempre poco indicados. Al final terminamos en el lugar que yo había dicho inicialmente, porque por muy obtuso que fuera, es muy evidente que ése es el mejor lugar: cerca de la avenida. Había allí una vieja fuente que no se llenaba; que era un deshecho; el lugar está en el centro de la plaza, el sol viene del río y la ilumina bien todo el día. Es en donde se encuentra ahora.

Naturalmente, eso no sería todo, porque el paso siguiente fue el traslado. Un día no había camión, el otro no había grúa, otro día no tenían la lenga de acero. En total fueron casi tres años. Dije que iba yo a comprar una lenga, que es un cable de acero, y me dijeron que no, que no estaba permitido, que el cable debía ser propiedad de la Municipalidad. Propuse alquilar yo mismo una grúa. Pero tampoco estaba permitido. Al cabo, se avecinaba un viaje mío a Italia, para hacer un trabajo; y ellos me seguían teniendo de un día para otro. Yo les explicaba que debía viajar, que quería dejar todo hecho. Me respondían "sí, sí", pero nada.

Había entonces un discípulo de un colega que trabajaba en el municipio, en la Secretaría de Gobierno, al lado del Intendente. Me dijo que podía hacer llegar una carta mía. Mandé esa carta contando el peregrinaje, y al final recuerdo haber escrito que me había costado mucho más donar la obra, que hacerla.

Le dije también que sólo de mármol de Carrara había dos metros cúbicos, que no es un chiste eso. Si no querían aceptar el valor artístico, el mármol ya era suficiente, y que, como tenía que viajar, si en el plazo de una semana no tenía una respuesta favorable, retiraría mi ofrecimiento.

Al día siguiente me llamó, me pidió disculpas, y me derivó a una persona que se encargaría de todo. En dos o tres días, la obra quedó colocada. Pero ese calvario me acobardó, porque yo tenía la idea, linda, de hacer de la placita un parquecito de esculturas, mías y de colegas que quisieran donarlas. Pero ¿a quién podría atreverme yo ahora a decirle algo, después de las peripecias que pasé?

 Jorge Abásolo: Su obra Canto a Buenos Aires debería estar ya instalada como monumento en algún lugar adecuado de la ciudad. No solamente porque usted ha sabido oponer generosidad a la mezquindad, sino porque el nombre de Calabria, que tanto tiene que ver con el último siglo de Buenos Aires, está unido como en nadie más a su obra de usted. ¿Le parecería pertinente que la colectividad calabresa se hiciera cargo y promoviera el emplazamiento del Canto a Buenos Aires en algún lugar público?

Me encantaría. Lo que pasa es que habría que hacer algo quizá más reducido, porque ese proyecto es muy caro, muy grande, y realmente a mí me gustaría tenerlo, si no es en la plaza de mi barrio, donde fuera. Pero me encantaría que esta declaración de amor a Buenos Aires sea, al cabo, un poco más grande que la que yo hice. De verdad, me gustaría testimoniar de alguna manera el amor que aprendí a tener por este lugar del mundo que me dio tanto. Yo siento una deuda de gratitud, de por vida, con la Argentina, y con Buenos Aires en particular, porque como les contaba al principio, desde aquella entrada que la maestra Teresa tuvo la gracia de abrirme, a través de unos dibujitos, en la colectividad argentina, hasta hoy, en que pude estudiar, trabajar, realizar mi vocación, tener amores, haber fundado una familia, tener amigos, haber enterrado a mis padres en Buenos Aires, hasta todos los lugares que uno frecuenta y son emotivos para uno, por historias con esa esquinita... Cosas que no tengo en otro lugar del mundo, excepto en Polia, donde pasé los primeros años de mi vida, he ido encontrando en Buenos Aires mis profundas raíces, y ése es el amor que le tengo.